A cuenta de la situación actual, casi sin pretenderlo, vienen a nuestra memoria aquellos esperanzadores años ochenta en los que se puso en marcha la Administración andaluza: se exaltaban valores como la ilusión, la motivación, la corresponsabilidad, el trabajo bien realizado, etc. Eran otros tiempos: nos sentíamos implicados y partes de un todo.
¿Quiénes éramos? Los mismos, si así podemos considerarnos con el bagaje de seis lustros transcurridos. ¿Cómo hacíamos las cosas? Con una ilusión tremenda. ¿Cómo eran los dirigentes políticos de entonces? De todo había pero, en general, el respeto a la ley, a las nuevas normas que necesariamente habían de surgir, estaba presente en las tomas de decisiones. Desde luego, nada que ver con los actuales.
En el recuerdo, casi con nostalgia, perdura la actuación de muchos de aquellos dirigentes: cómo por entonces, en general, se mantenía la línea indefectible marcada por la ley; incluso cómo acababan torciendo el brazo los que -con sus malos hábitos- proyectaban sin fundamento decisiones injustas o desordenadas, sin olvidar a aquellos políticos -también los había- que, tal y como aprobaban una determinada norma, pretendían saltársela “a piola”; pero con una diferencia con los actuales: bastaba para hacerles reaccionar un simple argumento: “la habéis aprobado vosotros; si no os gusta, o los resultados no han sido los apetecidos, basta con modificarla, podéis hacerlo”. Esa era por entonces la relación autoridad política – empleado público: éstos le hacían ver lo obvio a aquéllos que acababan entendiéndolo, no les quedaba otro remedio. Primaba el interés público. Cohabitábamos en la más absoluta normalidad, salvo algún que otro sobresalto. Se generó un respeto mutuo en ambas parcelas: la política y la administrativa. La clase política en esos momentos se nutría, con carácter mayoritario, de personas con una trayectoria profesional previa que les permitía retornar a la sociedad civil.
También entonces nos encontrábamos con algunos Jefes de Servicio que, ante una petición irregular o anómala del alto cargo, se desvivían por complacerlo. Bastaba también, para meterlos en vereda, con indicarles que legal, o reglamentariamente, la solución pretendida no era posible. Si insistían, la respuesta siempre era la misma: “el político estará en su cargo dos o tres meses, cuatro o siete años, pero nuestra función “pública” es para toda la vida y a ella nos debemos”.
Es decir, hubo un período en el que -y es lamentable ensalzar lo que debiera ser normal- en la mayoría de los servidores públicos primaba por encima de todo el cumplimiento de las normas, el ejercicio de nuestra responsabilidad... la cosa cambió cuando a un par de aquellos dirigentes se les dio manga ancha: arramplaron con todo, se bajó la guardia -salvo singulares excepciones- y todo se emponzoñó ¿Cuando ocurrió? Cuando el interés particular de los dirigentes políticos primó sobre el general ¿En qué consistía ese interés particular? En un ansia de poder desmedido y sin control, en hacer de la clase política una profesión y en la tropa de acólitos que les acompañaban. Además, no conocían una profesión fuera del mundo político ¿Y cómo había que articular este tránsito con el menor revuelo posible? Maniatando a los mandos superiores de la Administración con la provisionalidad en los puestos. Sólo interesaba personal sumiso, dócil y obediente ¿Y a dónde condujo todo ello? Al bloqueo, al caos, al sobredimensionamiento de las estructuras administrativas... ¿Y el personal dependiente de estos mandos, cómo actuó? Siendo permisivo, mirando hacia otro lado; en definitiva, colaborando en el proceso de deterioro.
Poco a poco, nos hicimos mayoritariamente copartícipes, comenzamos a relajarnos, bien fuera por la presión contínua del alto cargo o por ese poder omnímodo que asumía como propio el correspondiente Jefe de Servicio y que irradiaba a todo su entorno. Y ese instante de alivio lo aprovechó a su antojo esa nueva clase política para imponer su arbitraria voluntad y llegar hasta hoy: “da igual lo que diga la norma, lo manda el alto cargo”. Sin embargo, nosotros tenemos claro que no da igual, ni eso es lo normal, todo lo contrario… el criterio a seguir ha de ser siempre el mismo: la norma, sólo la norma.
Rememoramos ahora aquellos tiempos con el único afán de volverlos a poner en práctica, de recuperar su espíritu, de revivir aquellos gratificantes inicios de una Administración que, por culpa de casi todos, ha descendido al nivel de los sumideros. Que es una empresa difícil, lo sabemos; que será tremendamente penosa, también, porque los principales enemigos para conseguir el objetivo los tenemos en esa casta cada vez menos escasa -sálvese quien pueda, y honrosas excepciones conocemos- que componen los jefes de servicios y coordinadores o adjuntos que se nombran con escaso bagaje profesional, en puestos para los que no están capacitados y simplemente por ser familiares, amigos, conocidos y, sobretodo y finalmente, súbditos del “nombrador”; clan que nunca ofrecerá soluciones que contraríen al poder político de turno, porque su única pretensión es seguir disfrutando de la cuota de poder que tiene asignada para su exclusivo y particular interés.
En conclusión: nada hay perdido; todo depende de nosotros. Hoy se habla machaconamente de “regeneración política”; cuestión que –nosotros entendemos- hay que trasladarla a otros foros, parlamentos, procesos electorales, etc., a otros escenarios que no sean los de empleados públicos para empleados públicos. Nuestra obligación, y está en nuestras manos, es buscar otra regeneración: la “administrativa o funcionarial” que, necesariamente, contribuya a la conquista de la -también necesaria- regeneración política y para ello basta con recuperar aquel espíritu que ahora puede tildarse de “trasnochado”, aquella ilusión primitiva de crear una Administración moderna y eficaz en la que, cumpliendo con la legalidad, podamos sentirnos satisfechos y orgullosos de nosotros mismos. No podemos permanecer por más tiempo en la situación actual en la que, con un amargo sabor de boca, en vez de pronunciar un rotundo “NO”, nos callamos convirtiendo la indolencia en costumbre. Y sabemos el remedio para acabar con ellos: todos a una, encaminándonos a aquellos tiempos en los que la norma era el único faro de nuestras actuaciones, en los que, desde el jefe del servicio, hasta el auxiliar administrativo éramos un equipo, en los que las particulares situaciones económicas o personales se quedaban en casa y no repercutían en la vida de los ciudadanos, ni en la propia de la unidad administrativa.
Cada uno de nosotros es responsable de un área individual y en este ámbito debemos buscar soluciones. Hay que llamar a los empleados públicos no sólo a la rebelión contra los políticos incumplidores, sino también a la perenne revuelta contra nosotros mismos… porque no todo vale... porque continúan “pasando cosas”, claro que sí, y porque estamos obligados a denunciarlas. Ha llegado el momento en el que los PLD encuentren y sientan el apoyo que les supone conocer que el personal que está a su cargo en ningún momento va a aceptar como válida la decisión injustificada o desordenada de un alto cargo. Esa nueva situación les supondrá una exigencia extra respecto al puesto: el alto cargo no les tendrá “cogidos” y acabarán aceptando que el problema no es sólo del político, sino que también es de su responsabilidad cuando aceptan todo aún a sabiendas de las irregularidades ordenadas, es decir, cuando participan o colaboran en decisiones arbitrarias. Ha llegado el momento de que nuestros compañeros, en todos los niveles, no “traguen” más; de que, cuando les acucie una dificultad, sepan que no es sólo su problema, que estamos todos detrás y que nunca hay que esperar a que la presión resulte insoportable para denunciar públicamente la irregularidad urdida. Ha llegado también el momento de que, entre todos, encontremos el equilibrio para esa necesaria cooperación, para ventilar todas las estancias de una Administración cuyos dirigentes, mayoritariamente, continúan preocupándose sólo de sus intereses personales o partidistas y no de los generales.
Y estamos obligados, inexcusablemente, a recuperar ese espíritu, porque la dignidad parece que ya la hemos reconquistado: somos servidores públicos, no esbirros de los que manejan a su antojo lo público.
Por cada empleado que lea este articulo seguro que le despierta muchas emociones.
ResponderEliminarComparto todo lo dicho en este articulo, y espero que sirva de algo.