Salió
el pasado día 6 en la revista digital Por Andalucía Libre y, aunque
tarde, hoy llega a nuestro sitio el último artículo de Max Estrella (*)
-cesante de hombre libre-.
Vemos en los medios que dos infatigables luchadores
contra la podredumbre de este régimen han promovido una curiosa iniciativa:
solicitar un simbólico asilo humanitario ante determinadas representaciones
diplomáticas extranjeras, bajo argumentos que, aunque rebosantes de ingenio,
sólo pueden calificarse de extravagantes desde una perspectiva
técnico-jurídica. Evidentemente, eso carece de importancia.
Lo importante, a mi juicio, es que nuestros dos siderales y apocalípticos
amigos, Eduardo y Luis, han puesto el dedo en la llaga, una llaga más profunda
que la cervantina sima de Cabra y más supurante que las fuentes del Nilo.
Porque, en efecto, el gran problema de este país es que los partidos políticos
hayan conseguido apropiarse de las instituciones del estado, las hayan
“patrimonializado” en su provecho; es decir, hayan parasitado el Estado.
Partitocracia. Esa es la madre de todos los males de nuestro sistema político,
y de la corrupción política. Quienes hayan conocido el franquismo sabrán que la
expresión era tabú en los ambientes “progresistas”, ya que Franco solía usarla.
De manera que hablar de partitocracia y ser tachado de fascista eran una misma
cosa. Y así quedó establecido –para provecho de la actual casta- que luchar
contra la partitocracia era luchar contra la democracia. Hasta el punto de que
ni siquiera la Real Academia Española –seguramente para no contrariar a
Cebrián- acepta el término. Yo me permito su uso bajo la advocación de Eduardo
Haro Tecglen, ese gran sectario que, como tantos otros hijos de la secta, pasó
de una reivindicación elegíaca de José Antonio (aguanten la risa, por favor: “Se nos murió un Capitán, pero el Dios
Misericordioso nos dejó otro. Y hoy, ante la tumba de José Antonio, hemos visto
la figura egregia del Caudillo Franco…”), a dar las gracias a uno
de los más grandes asesinos de la historia, Koba El Temible, José Stalin para
el siglo, para terminar llamando “cristofascista” a Esperanza Aguirre, en uno
de sus últimos artículos en El País. Y así, puesto que en su “Diccionario
político” incluyó el controvertido vocablo, quedo redimido; más aun
considerando que, a modo de bula, dispongo legítimamente de un ejemplar.
Pues bien, la partitocracia es una corrupción de la democracia en la que los
partidos políticos –o más exactamente sus oligarquías- controlan directa o
mediatamente todos los poderes del Estado y sus Instituciones, usurpando la
soberanía nacional, que queda residenciada en el pueblo sólo de un modo formal
pero no real ni efectivo. Una mera ficción, moco de pavo.
Porque ¿acaso no es un hecho que, contra lo dispuesto en la Constitución, los
partidos, a través del sistema de electoral de listas cerradas y bloqueadas,
han establecido un monopolio fáctico que impide o dificulta gravemente el
acceso a las funciones representativas y cargos públicos a quienes no aceptan
sus reglas y se pliegan a sus intereses?
¿Acaso no es un hecho que, contra lo dispuesto en la Constitución, los
parlamentarios, y en general cualquiera que deba su cargo al partido, están
sometidos al mandato imperativo de éste, que no sólo les indica el sentido del
voto sino que les aplica medidas disciplinarias si contravienen sus
directrices?
¿Acaso no es un hecho que los partidos controlan el poder judicial, y se
reparten, como bucaneros, los asientos del Consejo General y del Tribunal
Constitucional, como si de un botín se tratara? ¿Y acaso no controlan
mediatamente el ingreso en la carrera de jueces y magistrados, su promoción
profesional y, sobre todo, el acceso a las más altas magistraturas?
¿Acaso no es un hecho, que en contra de lo dispuesto en la Constitución y en
las leyes, dirigen y controlan las instituciones garantistas, como el Banco de
España, el Defensor del Pueblo, el Tribunal de Cuentas, el Consejo de Estado,
etc, designando a sus miembros y sometiéndolos a su disciplina?
Y esto sólo en lo que afecta al sistema político; del control de la sociedad
por los partidos, como en los regímenes totalitarios, en Andalucía tenemos un
magnífico ejemplo.
Y, por supuesto, todo lo anterior es extensible respecto a los demás poderes
territoriales: comunidades autónomas y entidades locales.
Una prueba de la existencia de este régimen partitocrático está en el hecho de
que en un país donde la política se practica desde, la abyección, el rencor, la
crispación, el insulto; en suma, desde el cainismo como método, no exista la
más mínima disensión entre los partidos cuando se trata de los elementos que
son el sostén del régimen: el control de los poderes del Estado, el reparto por
cuotas de las instituciones, el sistema electoral, la financiación faraónica y
un régimen de impunidad respecto a sus actos.
Los partidos gobiernan para sus intereses o, en el mejor de los casos, conforme
a la regla de oro del despotismo ilustrado. En todo caso, el pueblo no cuenta
para nada. No es de extrañar, pues, que en el barómetro de noviembre del CIS la
ciudadanía perciba a los políticos y a los partidos como el tercer problema del
país después del paro y la situación económica. Ciertamente que esta indignada
desafección surge ahora, cuando la economía va tan mal y las expectativas no
dan pábulo al optimismo; tal vez llega con retraso, nos hemos dejado robar la
libertad, la dignidad y la cartera, y ahora que ya no caen migajas de la mesa
donde se celebra el banquete, viene el lamento. Esto que tenemos es lo que
hemos deseado o, al menos, consentido.
Alguien, pues, ¿se atreve a llamar a esto democracia?
(*)José
Luis Roldán Murillo, 1953,
Cabra (Córdoba). Licenciado en Derecho por la Universidad de Sevilla (1976).
Candidato al Congreso de los Diputados por el Frente Democrático de Izquierdas
en las elecciones de 1977, y abogado laboralista de la clandestina CSUT
(Confederación de Sindicatos Unitarios de Trabajadores) (1977-1978). Técnico de
Administración General del Ayuntamiento de Dos Hermanas (Sevilla) (1978), y
desde 1983, Funcionario del Cuerpo Superior de Administradores de la Junta de
Andalucía. Fue alto cargo de la Junta de Andalucía, director general de
Administración Pública y director del Instituto de Administración Pública hasta
su dimisión. Ha intervenido activamente en la lucha de los empleados públicos
desde 2010 por su profesionalización, neutralidad política y consideración
social frente a la Junta de Andalucía.