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martes, 11 de mayo de 2010

Ética: La relación ciudadano-funcionario y el bloqueo de la organización


"No todo lo que parece es lo que es"

Todo está predeterminado; nada es casual sino causal. Verdaderos estudiosos dirigen nuestros pensamientos, comportamientos, canalizan nuestro ego… A veces se llega incluso a generar el problema para más tarde buscar la solución, eso sí, orientada y envuelta en la idea de que se sirve al ciudadano, cuando realmente se sirven de él.


Es por ello que la ética debiera ser un carácter primordial de todo individuo cuyo cargo público y nivel de responsabilidad hagan que sus decisiones repercutan en una comunidad global o en un sector de población determinado.


La ética es un acto de conciencia voluntaria del hombre, derivada de su formación moral, social, religiosa, política o académica. Y al igual que existe una jerarquía de valores en la conciencia individual, también existe una primacía de valores en los entes públicos que permite la aplicación preferente de unos sobre otros o la primacía del bien común sobre los intereses individuales. Entendida así la ética, como estado de conciencia individual pero también como condición de la existencia de la sociedad del Estado, debemos analizar al individuo en el ejercicio de una función pública, es decir, cuando participa en forma personal, efectiva, directa y concreta como titular de un órgano.


La Administración se concentra en el ciudadano -eje central-, teniendo como partícipe al equipo de gobierno y al funcionariado, vocablo referido siempre en términos generales a los empleados públicos. El Gobierno establece las ideas y propone el modelo organizativo, señala objetivos, procedimientos y medios materiales y económicos. Se establecen tres órdenes: el político, el burocrático y el ciudadano. Asimismo, dentro de la estructura administrativa hay una parcela de dirección y planificación y otra de gestión.


Descritos de forma breve los sujetos de la relación, nuestra intención es proponer un enfoque nuevo en el cual tengan cabida todas las partes, sin exclusiones ni sacrificios de intereses. De otra manera no sería viable un cambio de conciencia de los interlocutores, haciendo impensable ideas y formas de actuación nuevas. Se trata de posibilitar la aceptación e integración de ideas nuevas, pero siempre identificándolas desde la realidad.


Por ello, se hace preciso describir la situación actual sin hostilidad, manipulación o rebeldía; en definitiva, sin conflicto. Y donde se producen relaciones internas entre el Gobierno y la Administración y externas, entre ambas y el ciudadano, el primero toma las decisiones y planifica y el segundo gestiona, convirtiéndose en la imagen que percibe el tercero.

El ciudadano, eslabón básico de la cadena, espera de la Administración que gestione mejor los objetivos que tiene a su cargo dentro de los cauces legales. Pero la realidad es que -por inacción, separación de la realidad, o descoordinación en la organización administrativa- nos grita monótonamente, manifestando su disconformidad de maneras diversas. Así, el único receptor de la ira del ciudadano es el funcionario, al cual esta situación le genera un conflicto interno y externo, una impotencia. Ante esto, cabe preguntarse: ¿quién es el responsable? ¿ese estado de opinión del ciudadano por quién es promovida? ¿por qué se permite? ¿qué respaldo y apoyo tiene el empleado público?


El funcionario, no habiendo participado en la toma de decisiones, en la adopción de las formas de gestionar, acaba viéndose señalado y desprotegido.


El desencanto se manifiesta mediante una resistencia pasiva, lo que, por ende, produce un bloqueo de la organización. El político, lejos de buscar soluciones en aras del interés público, consiente esa actitud de desviación y paralización ¿Interesa desviar la atención?


El ciudadano capta parte de la situación. Está confuso, no confía. Percibe a la Administración y a sus trabajadores como tiranos que hacen y deshacen a su antojo. Cabría plantearse qué ocurriría si este último destinatario de las decisiones, harto de perjuicios innecesarios, decide rebelarse contra el sistema. Todo ello nos lleva a buscar soluciones concretas, realistas y suficientes que, sin menoscabar el protagonismo del ciudadano, sea sustentada en un poder equilibrado, a fin de evitar un conflicto difícil de manejar.


En esta Administración, rutinaria, concebida para actuaciones repetitivas, es pieza básica el funcionario. Pero este funcionario cada día mas formado, tanto desde el conocimiento técnico como desde las relaciones interpersonales, ya no se conforma con el aspecto material de la relación -estabilidad en el empleo y sueldo-, sino que aspira a una mejor prestación del servicio público y se cuestiona el legado que va a transmitir. El funcionario de hoy, contrariamente a lo interesadamente publicitado, quiere sentirse útil.


Está percibiendo la necesidad de un cambio, donde la escala de valores y la conciencia sean innegociables para el presente y el devenir. Se siente desprotegido, marioneta en algunos casos y, lo que es peor, sin chance alguno en las posibles soluciones. Además, soporta un gran gasto de energía en trámites innecesarios, lo que desemboca, harto de presiones, dificultades y falta de apoyos, en el tedio, en la relajación.

No obstante lo anterior, el funcionario debe ser concebido como capital humano, como valor, no como un gasto en el presupuesto.


Finalmente, la otra parte, el Gobierno, lo que persigue es el mantenimiento de su situación de poder, seguridad en el cargo, ejecución de sus decisiones y control de la situación. Bajo estas premisas se precisa organizar un aparato administrativo que le garantice su pretensión. Se encuentra con dos obstáculos: por un lado, el personal (formado, independiente, no reclutado por él, estable en el empleo) que ha de materializar su decisión y, por otro lado, una legislación difícil de sortear. Esta situación le suscita miedo e inseguridad, no sólo por el cumplimiento del interés general, sino también por la tendencia a mantenerse en esa posición dominante en el sistema. Y, lejos de buscar la solución dentro, adopta posturas fuera de él, externalizando sus servicios.


Ante este estado de la situación, sólo tenemos dos opciones: vivir “mejor”, ignorando la realidad, siendo conocedores de las desigualdades e injusticias (“las cosas son como son y hay que aceptarlas como vienen”) o luchar por cambiar hacia un modelo que conduzca a una optimización de la actividad y de los recursos de las Administraciones Públicas y del desarrollo profesional de sus empleados.


La satisfacción de las demandas de la ciudadanía debe convertirse en la esencia y en la finalidad de todo servicio público. Alcanzar un nivel de desarrollo deseable y exigido por nuestra sociedad con un mejor aprovechamiento de los recursos es la meta demandada. En definitiva, que la prestación de ese servicio tenga lugar en las mejores condiciones técnicas, materiales y profesionales posibles para alcanzar la agilidad y pronta respuesta que exige cualquier ciudadano. Objetivo inmediato debe ser disponer de un instrumento que, desde su impulso coordinado, permita una ejecución eficiente, ágil, moderna y evaluable en aras del interés general, siendo nuestra pretensión convertirnos en un canal de ideas dentro de un marco en el que todos tengan cabida.


Estamos convencidos de que puede existir una correspondencia más equilibrada en la relación políticos-funcionarios, donde nadie quede relegado, en la que converjan todos los esfuerzos hacia el ciudadano, educando en valores y principios al político y donde el interés general asuma todo su protagonismo; en la que se conciencie al funcionario de que detrás de cada papel hay personas y expectativas que no pueden ser defraudadas.

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